Angkor, una ciudad perdida del antiguo reino de Camboya
En la década de 1860, los viajeros franceses Mouhot y Delaporte revelaron la grandeza del arte khmer y de su capital oculta en la jungla
La primera noticia que se tuvo en Europa de los hoy célebres templos de Angkor Wat data de 1601. Un franciscano español llamado Marcelo de Ribadeneyra se refería en un libro a «una gran ciudad en el reino de Camboya», con «muros curiosamente labrados» y grandes edificios de los que tan sólo quedaban ruinas. La información le había llegado de misioneros españoles y portugueses que llegaron hasta Longvek, la capital del reino de Camboya, pocos kilómetros al norte de Phnom Penh.
En su empeño por predicar el cristianismo, los misioneros no dudaron en internarse en la jungla más allá del río Mekong; así fue como se toparon con los silenciosos restos de una ciudad de inusitada grandeza, con fuentes, canales, templos y puentes suspendidos sobre gigantes de piedra. Aunque ninguno de ellos puso por escrito sus impresiones, éstas quedaron recogidas en varios libros, como el de Ribadeneyra o la Relación de los sucesos de la Cambodja de fray Gabriel Quiroga de San Antonio, publicado en 1604. Quiroga fue el primero en citar el nombre de Angkor Wat al referirse a «un templo de cinco torres llamado Angor».
No siendo arqueólogos ni historiadores, los misioneros no podían saber que aquellas ruinas correspondían a Angkor, centro religioso y capital de los reyes khmer (o jemer) desde su fundación en el siglo IX hasta su abandono a principios del siglo XV. De hecho, la triste situación del reino de Camboya en el siglo XVI, objeto de constantes saqueos por sus vecinos, llevó a los misioneros a pensar que aquella ciudad abandonada no podía ser obra de los camboyanos. Ribadeneyra atribuyó su construcción a Alejandro Magno o a los romanos, mientras Quiroga creía que era obra de los judíos, quienes habrían estado en la región antes de asentarse en China.
Del olvido a la gloria
Las ruinas camboyanas no despertaron demasiado interés entre los europeos, más preocupados por la explotación comercial y la conversión de almas que por el estudio erudito de la historia de la región. De este modo, después de que el pequeño destacamento español en Camboya fuese masacrado en 1599 por un grupo de mercaderes malayos y los españoles abandonaran el país, los misteriosos templos de Angkor Wat se desvanecieron de la imaginación de los europeos.
Fue ya bien entrado el siglo XIX cuando se renovó la curiosidad por aquella ciudad perdida, de la mano esta vez de los franceses. El naturalista Henri Mouhot quedó impresionado por la lectura del libro El reino y las gentes de Siam, de John Bowring, y en 1858 decidió partir hacia Siam, la actual Tailandia. En enero de 1860 llegó a la orilla norte del lago Tonle Sap y desde allí inició el camino hasta los templos. Mouhot dejó constancia de su admiración por los constructores de aquella maravilla: «Uno de estos templos [Angkor Wat], rival del templo de Salomón y erigido por algún antiguo Miguel Ángel, podría ocupar un puesto de honor junto al más bello de nuestros edificios. Es más grandioso que los que nos dejaron Grecia o Roma». Apenas un año después de su visita a Angkor, el explorador falleció de forma prematura en Luang Prabang, en Laos. La romántica descripción de Mouhot, desprovista del eurocentrismo y los prejuicios anteriores, sirvió para cautivar al público europeo y perpetuar la idea de que él había sido el descubridor de Angkor.
Triunfo en Paris
Poco después de la muerte de Mouhot, Francia estableció un protectorado sobre Camboya y enseguida se planteó abrir una ruta fluvial hasta la región china de Yunnan a través del río Mekong. En 1866 partió desde Saigón la malograda Expedición Francesa del Mekong, liderada por el comandante Douart de Lagrée. Aunque su misión principal era cartografiar la región, los expedicionarios se desviaron para explorar Angkor. Durante una semana, los franceses se dedicaron a levantar planos de los templos y documentar las ruinas. Además, el joven artista Louis Delaporte realizó una serie de grabados que tendrían gran eco en Europa. El propio Delaporte afirmaba: «Admiro tanto la concepción arriesgada y grandiosa de los monumentos como la armonía perfecta de todas sus partes. El arte camboyano […] es la más bella expresión del genio humano en esta vasta región de Asia que se extiende desde el Índico al Pacífico».
Tras volver a París, Delaporte hizo un nuevo viaje a Camboya en 1873 del que trajo un gran número de esculturas y relieves. Se propuso difundir las bellezas del arte khmer, aunque al principio la respuesta no fue entusiasta; el Museo del Louvre rechazó las 102 cajas de antigüedades que Delaporte se trajo de Camboya, que fueron enviadas al palacio de Compiègne, al norte de París, donde se creó un pequeño museo de arte khmer.
Las tornas cambiaron con la Exposición Universal celebrada en París en 1878, en la que la exhibición de obras khmer causó profunda impresión. Entre 1881 y 1882, Delaporte hizo un tercer viaje a Camboya que estuvo a punto de costarle la vida, pues contrajo unas fiebres en la jungla y tuvo que ser trasladado a Saigón. A su vuelta, se creó un museo de arte indochino en el Trocadero, del que Delaporte fue nombrado director. Finalmente, en 1927 los espléndidos fondos reunidos por Delaporte pasaron al nuevo museo Guimet, especializado en arte de Asia.
Por Verónica Walker. Universidad de Oxford, Historia NG nº 121
National Geographic/España