Creo que de los pocos aciertos que haya podido tener, el más sostenido es el de mi recelo frente al elogio. Desde muy joven me propuse impermeabilizar, lo más que pudiera, mi entendimiento, a fin de evitar todo asomo a la adicción a esa experiencia tan capaz de engendrar el peligroso defecto de la vanidad.

Y no fue porque desaprobara al elogio en sí, sino porque siempre encierra el enigma de si es o no es sincero. No bregar con la adivinación de los móviles que lo impulsan, por lo mucho de acertijo que encierra su identificación. Lo que hice más bien fue no desdeñarlo, sino temerle, sabedor de sus envanecedores efectos sobre la autoestima.

Se trata de una relación psicológica compleja, pues, aunque resulta útil cuando es sano estímulo, termina por afectar la modestia. Y esto es posible aún comprobando el buen linaje de sinceridad del elogio.

Así, cuando se descuida esa protección del buen discernimiento acerca de los límites propios, de la realidad en que uno se debate, se puede caer en la nociva vanagloria que tanto embota y desluce el desempeño en nuestras tareas vitales.

Diciéndolo en forma más simple, repartí mis oídos, uno para la entrada del elogio; el otro para el viento que se lo llevaría. Me dije: Me alejaré de las lisonjas, no me entristecerá la calumnia; es una norma de vida excelente.

Esa operación de defensa de la personalidad puede conducir al otro extremo, es decir, la satisfacción por la crítica, aún convertida en insulto. Ver éste como algo conveniente, porque pone a pensar y a reaccionar, bien a la rectificación, ora a la ratificación de la acción, la posición o el gesto que hayan sido preferidos por la ofensa del dicterio.

El asunto es mucho más serio y trascendental cuando se piensa en el Profeta Isaías y aquella admonición bíblica que reza: “Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca y sus labios me honran, pero su corazón está lejos de mí y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres, que les ha sido enseñado.” (29:13)

Se refiere la cita a una admonición de esencia divina para todos, pero puede servir para apreciar la presencia del elogio en nuestras vidas sencillas, no trascendentales. Aseguro que a mis años puedo testificar de los beneficios que me ha brindado esa regla de vida para poder deambular en esa selva grimosa de las luchas públicas.

A mis hijos, a mis amigos y, en general, a los demás, les aconsejo siempre que deben agradecer mucho el agravio porque fortalece; en cambio, el elogio es peligroso y se debe estar en guardia para esperarlo con modestia y algo de indiferencia.

Voy terminando el camino y agradezco a mis detractores porque su ensañamiento me ha servido de mucho para acentuar mis esfuerzos y aumentar mis compromisos al servicio de causas nacionales, tan aciagas como nuestras.

Reconozco, claro está, que todo ello entraña sufrimientos para aquellos que nos rodean y acompañan, que no pueden concebir lo injusto que han sido tantas veces el insulto como la crítica perniciosa.

A ellos les he animado a no hacer caso, como una manera de aliviar sus pesares: que aguarden el paso del tiempo, que puede traer tantas verdades sobre sus hombros; que confíen en la justicia eterna, que es la verdadera.

Los hechos son los encargados de derribar los fantasmas de las calumnias y de imponer los balances profundos que propicia el paso del tiempo. Yo lo he podido comprobar, cuantas veces oigo expresiones como éstas: “Caramba, tanto que usted lo dijo”; “no le hicimos caso”; “si lo hubiésemos entendido o atendido, quizás otra cosa fuera”.

Mi reacción siempre ha sido íntima, es decir, no hacer alarde de virtudes proféticas, sino compadecerme y acompañarles en las angustias crecientes que les agobian. Desde luego, sintiendo una enorme tranquilidad de conciencia. La que ofrece siempre el deber cumplido.

El viaje de que hablo contribuye a ahuyentar los rencores. Es preciso hacerlo, porque se habrá de juzgarme con otros patrones. La terquedad de los hechos, de su parte, ayuda en ese proceso revelador de lo estéril y necio de la calumnia y de lo profundo y estable de los balances finales. En suma, celebro haberme dedicado a no hacerle caso al elogio y temerle a la adicción que acarrea.

Por ello confieso mi gratitud a quienes buscando satanizarme no comprendieron el bien que me hacían con sus asedios enloquecidos; gracias a ellos cumplí mis deberes frente a los sombríos intereses de sus encargos.

Voy cerrando estas cuartillas reiterándoles a todos no hacer caso ni considerar el veneno de la crítica insana y del insulto en los lodosos niveles que saben alcanzar. Paradójicamente, es desde ese pantano de donde puede brotar el “lampo de nieve” de la satisfacción.

Lo perverso hubiese sido que cesaran los ataques, o pero aún, que se convirtieran en filosos elogios, porque hubiese sido la catástrofe de siempre de convivir con la mentira. No a la jactancia bravucona; no al yoísmo enfermizo; son dos taras lamentables.

El día que no me insultan los extraño honestamente; pienso que están sintiendo los pasos del tiempo con sus hombros cargados de hechos, decidido a barrerlos y a aplastarlos en su enanismo.

No en vano permanece aquella expresión del Dante, tan sabia y estoica: “Dejad al tiempo la ardua sentencia”. Un buen lema de vida que recomiendo.

Marino Vinicio Castillo R.

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