Hace un par de semanas, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió su fallo sobre el caso de Personas Dominicanas y Haitianas Expulsadas, que fue sometido a su jurisdicción el 12 de julio de 2012.

Este dictamen de la CIDH pretende imponer sobre nuestra Constitución y nuestras leyes su criterio sobre quien califica para la ciudadanía Dominicana. En su ignominioso veredicto, se toma la atribución de aseverar que la ley 169-14 endilga la condición de extranjero a quien le corresponde nuestra nacionalidad, y pretende obligar a la República Dominicana a modificar su Carta Magna para aplicar la disposición de jus solis (que otorgaría la nacionalidad a aquellos nacidos en territorio nacional).

Su sentencia ordena a la República Dominicana adoptar “las medidas legislativas, inclusive, si fuera necesario, constitucionales, administrativas y de cualquier otra índole que sean necesarias para regular un procedimiento de inscripción de nacimiento que debe ser accesible y sencillo, de modo de asegurar que todas las personas nacidas en su territorio puedan ser inscritas inmediatamente después de su nacimiento independientemente de su ascendencia u origen y de la situación migratoria de sus padres”

Este dictamen no solo es un atropello sin precedente a nuestra Soberanía, sino que también se emitió en franca violación incluso a pactos internacionales que anteceden su institución como lo es la Convención sobre Nacionalidad de la Haya del 1930, que en su Artículo 1 establece que “es discreción de cada Estado determinar, bajo su propia legislación, quienes son sus ciudadanos. Esta legislación será reconocida por otros Estados en la medida que sea compatible con las Convenciones Internacionales y la práctica internacional, y con los principios de derecho generalmente reconocidos con respecto a la nacionalidad”

Por ende, los elementos que sustentan la otorgación de nuestra nacionalidad se deben delimitar exclusivamente por las autoridades competentes de nuestro país y absolutamente nadie tiene el derecho de inmiscuirse en estos asuntos propios de nuestra Soberanía, siempre y cuando nuestras leyes no contravengan los convenios y las normas internacionales.

En ese sentido es provechoso señalar que tanto la disposición de jus solis como la de jus sanguinis son comunes en la aplicación, siendo empleadas rutinariamente por las constituciones de diversos países del mundo. Asimismo debemos resaltar el Artículo 15 de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 que establece que “toda persona tiene el derecho a una nacionalidad.

A nadie se le privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad.” Consecuentemente es necesario aclarar que la Constitución Haitiana otorga su nacionalidad a todos los hijos de nacionales haitianos y que la República Dominicana igualmente cuenta desde el 1948 con la ley 1683 de Naturalización, que le ofrece a cualquier ciudadano del mundo los mecanismos para convertirse en nacional dominicano.

En 1955 la Corte Internacional de Justicia además fijó como fundamento del derecho a la nacionalidad, un auténtica y efectiva atadura entre el individuo y el Estado por lo que declaró que “la nacionalidad es un vínculo legal que tiene su base en una realidad social de unión, una genuina conexión de existencia, interés y sentimientos, junto con la existencia de derechos y deberes recíprocos.” Este punto es de particular interés y debe ser escudriñado a fondo, pues es un precepto básico que no puede carecer en aquellos que pretenden acogerse a la nacionalidad dominicana o de cualquier otro país.

Cuando el asentamiento ilegal de un extranjero y su descendencia obedece a la necesidad económica, social o política, es evidente que su legítima motivación incumple con el criterio puntualizado por éste tribunal. El rigor del proceso de naturalización que exige nuestras leyes sirve para del mismo modo determinar el afianzamiento de éste canon como precedente invariable a la hora de conferir nuestra ciudadanía.

El radicalismo del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos -que atenta de manera absolutamente grotesca e irrespetuosa sobre nuestros derechos como país libre y soberano- obedece a las mismas presiones internacionales que persiguen someternos a sus infortunadas injerencias.

Es evidente que la gama de precedentes jurídicos favorece el respeto a las decisiones individuales de cada Estado en temas de nacionalidad, con un modelo de raciocinio y lógica ampliamente corroborado. Absolutamente ningún organismo internacional adquiere el derecho de mancillar nuestra libertad, pues esa epopeya la alcanzamos a costa de numerosas conflagraciones bélicas y de sangre de nuestros dominicanos; nadie nos la regaló.

Este insolente atropello a nuestra independencia merece una postura clara y contundente de nuestro Primer Mandatario, pues los afanes desmedidos por subyugarnos, jamás se conformarán aún con la actitud indulgente, débil y sumisa que hemos demostrado hasta ahora, que también infringe directamente con el espíritu independentista y los principios que una vez concibieron nuestra Soberanía.

¡Que viva por siempre la República Dominicana!

Por L. RAMFIS DOMÍNGUEZ-TRUJILLO         

EL AUTOR es nieto del dictador Rafael L. Trujillo y presidente del nuevo Partido de la Esperanza Democrática. Reside en Miami

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