-¡Puta!

-¡Juez!

Recordé este fulminante diálogo de una obra de Albert Camus, observando el ceño fruncido en el rostro del juez de la Suprema Frank Soto. El tipo tiene agallas. Es un político con toga y birrete, coexistiendo apaciblemente en esa mirada pensativa fijada sobre los ocultos intereses del orden. Tiene la boca hinchada por una hipócrita arrogancia del oficio de juez, y no nos concede ni siquiera la gracia de una sonrisa igualitaria. Adusto, inexorable como el morir, parece cercado por el lazo del soliloquio. Es un político con toga y birrete, y ni él mismo espera otra cosa que no sea lo que la rigurosa jerarquía de poder le ordena.

DOS

Lo verdadero, lo irrefutable, es que vivimos en una sociedad secuestrada. Nuestro “Talón de Aquiles” es ético. La revolución dominicana es ética. El sentido del desarrollo es ético. Y lo ético no es un universo abstracto, ni dibuja el carácter mojigato de un discurso escolar. Lo ético está inscrito en la disfunción institucional del país, en la legitimación de la corrupción, en el desmadre del Congreso, en los grupos políticos enriquecidos de manera brutal, en la ideología patrimonialista del Estado que juzga natural el robo de lo público, en el rentismo que invierte y saca con pingües beneficios, en el testaferrato, en la deformación institucional, en los ventorrillos políticos que adornan la piñata del Estado, en el manto de la impunidad, en el travesaño del nepotismo, en la guaricandilla del Senador, en el pecho abierto y la cadena del alguacil que reparte las citaciones, en el “lengua de mime” del chulo trasnochado, en el capitán de la policía que tira un paso de baile en el “Peje que fuma” después de “pasar cepillo”; pero sobre todo en el político con toga y birrete, Juez adusto, inexorable como el morir.

TRES

¿Cuál es la historia del robo de la justicia en la República Dominicana? ¿Por qué son políticos con togas y birretes quienes juzgan a sus propios compañeros de partido? ¿Quién arrojó hacia al limbo de la conveniencia todo juicio moral que reinventara el país? ¿Quién esculpió el silencio total de los viejos cuadros del PLD, fraguados en la estirpe ética del Maestro, ante el nivel desmesurado de la corrupción?

Leonel Fernández gobernó en el centro de una euforia magnífica que lo convirtió en Dios, con el don de decidir la suerte o la desdicha de muchos otros. Tejió el poncho de Penélope en la justicia, y articuló los tribunales superiores escogiendo uno a uno a los miembros de las “Altas Cortes”. Asignó una cuota insignificante a Miguel Vargas, y creía que se podía echar a dormir. Pero a su salida del poder fue zarandeado; torpe e impotente ante la efervescencia de un país enfurecido se le descascaró la esfinge divina que sus paniaguados tejieron. Los juicios populares cundieron, envejeció más que Juana de Arco. Y luego, en las dos convenciones de su propio partido le abollaron los ojos y le hincharon el buche; descorriéndole el barniz de la fría indiferencia con que su ropaje de “triunfador” le refugiaba, encerrándolo en una situación de debilidad y temor. Pero ahí están las “Altas Cortes”, los políticos con togas y birretes a quienes él adjudicó el título de Juez. La política dominicana está tan degradada que se ha convertido en el olimpo de la falta de ética, y se puede ser juez y miembro del comité central del PLD al mismo tiempo.

CUATRO

Cuando el Danilismo sacó a la luz pública el expediente contra Félix Bautista, expresaba un rasgo constitutivo de la mentalidad del cornud perdona pero no olvida. Entonces el leonelismo movió sus fichas en la Suprema, la “Alta Corte” que Leonel Fernández bordó con extrema delicadeza. Es ahora, y en el futuro inmediato, que podremos entender el por qué esa “Alta Corte” fue su desvelo mayor. Comenzando por el Presidente, es gente, en la abrumadora mayoría, de la entera confianza del líder. Únicamente en un país en el cual las instituciones han sido prostituidas se puede consumar algo así. Ahora hay dos “jueces” con sus malletes en ristre; ni ellos mismos esperan otra cosa que no sea lo que la rigurosa jerarquía de poder les ordena.

¡Puta!

¡Juez!

Por ANDRES L. MATEO

EL AUTOR es catedrático universitario. Reside en Santo Domingo

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